El Cementerio de los Girasoles #1

En medio del campo, a diez kilómetros del pueblo, Dolly reía a carcajadas. En realidad no había dicho nada gracioso, ni nadie, porque estaba sola allí. Dolly pensó que era un lugar fantástico aquel: solitario, silencioso, y gris. El gris era su color preferido. Dolly se encontraba en el Cementerio de los Girasoles, llamado así por el celador de ese lugar. Ese hombre, Joaquín, era un hombre solitario. Tenía la cara llena de rojas pústulas, arrugas y huevas secas. A él no le importaba. De lo único de lo que se preocupaba era de recoger todos los girasoles del territorio y enterrarlos con una lápida. A cada girasol le ponía un nombre, como a un hijo. El último, traído por Dolly se llamó Esmilers. Eran nombres inventados por él. Pues bien, Dolly apreciaba mucho a este hombre. No le había hablado nunca, pero este le traía comida. Ella tenía curiosidad por saber de donde la traía, y un día lo supo. Al este del Cementerio, solo se extendía una árida y agrietada llanura, como las que salen en las películas que ha habido un accidente nuclear o algo sí. Algo parecido.
Esta llanura se extendía a lo largo de trescientos metros. Pero en medio había una barrera, y en medio una torre de refrigeración muy extraña. Por el día, era gris, como cualquier otra. Por la noche era negra, emitía ruidos extraños, como el de látigos y gritos desgarradores. En su oscuridad, echaba gases rojos con palmos plateados, pero inquietantes. En la barrera, no había puertas, solo un pequeño agujero por debajo de ella.

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